martes, 22 de febrero de 2011

T.O.

Releo "El Arco Iris del Deseo" de Augusto Boal. Para el que no lo conozca, una persona que empezó diciendo al público como se tenían que sublevar y más tarde se dedicó a aprender con el público sobre todos los aspectos de la vida. El T.O. ("Teatro del Oprimido") es una forma de teatro participativo, donde cada uno de los asistentes puede proponer modificaciones a la obra o al conflicto que se escenifica, y el resto del público valora la propuesta.

Reproduzco un fragmento de este libro, donde narra la primera incursión de su teatro en un hospital psiquiátrico.

Sartrouville

Annick Echapasse me había advertido: «No habrá mucha gente, siete u ocho adolescentes. Nunca lo sabemos seguro porque, de vez en cuando, se van a hacer prácticas profesionales que pueden desembocar en un empleo fijo. Habrá también un chico en prácticas que es mi ayudante. En total, con nosotros dos, seremos diez o doce».
El primer día fue una sacudida para mí. Ya había conocido a personas de las que llamamos «discapacitados psíquicos». Encuentros ocasionales. En Sartrouville, se trataba de la primera vez que me encontraba con ellos frente a frente para iniciar un diálogo, un intercambio: había grandes expectativas por ambas partes. Yo, por la mía, sentía miedo. Al no haber realizado nunca un trabajo de ese tipo, tenía muchos prejuicios relativos a la salud mental.
Annick empezó la sesión:
-¿Qué queréis hacer?
-Nada -respondió uno de ellos.
Todos estaban de acuerdo con la propuesta.
-Muy bien. Pues no haremos nada. Para ello, nos vamos a dividir en dos grupos que no harán nada. Augusto estará con el grupo de los chicos y yo con el de las chicas. Cada grupo va a intentar no hacer nada, cada uno a su manera. Dentro de una hora nos reunimos y nos mostramos unos a otros qué hemos hecho para no hacer nada. ¿De acuerdo?
Estaban de acuerdo con no hacer nada... en dos grupos.
-No vamos a hacer nada. ¿Qué proponéis para empezar? -pregunté.
-Nada -respondió André.
-Vale. En eso ya nos hemos puesto de acuerdo. Pero ¿cómo vamos a mostrar esa nada? Tenemos que mostrar que no hemos hecho nada en esta media hora: tiene que quedar muy claro. Si nos quedamos aquí, inmóviles, las chicas van a decir que estamos esperando a alguien: esperar ya es hacer algo. Hay que mostrar que no esperamos nada de nada, que de verdad no estamos haciendo nada; nada de nada. ¿Cómo?
André reflexionó con rapidez.
-Así: me echo en el suelo y hago que duermo...
-Haces que duermes: eso ya es algo que podemos mostrar.
¿De qué manera duermes?
Nos enseñó cómo dormía.
-Así, en el suelo.
-¿Y luego?
-Luego, nada...
Nada era la palabra que más oía.
-¿Nada? Pero así no van a saber si duermes o si estás muerto, o si haces que duermes. Tienes que encontrar otra cosa para mostrar que no haces nada.
-Pues vienes tú, me sacudes, me pegas, pero yo no me muevo. Respiro pero no me muevo. Estoy durmiendo y ya está. Y eso es no hacer nada... no reaccionar a nada... nada-
-Y se echó a reír.
-¿Por qué te ríes?-le pregunté.
-Porque cuando duermo, sueño...
Es decir, que incluso cuando no haces nada, haces algo: sueñas.
-Sí.
-Cuando no haces nada, duermes, y cuando duermes, sueñas. Así que siempre haces algo... Me da la impresión de que es imposible no hacer nada de nada... Siempre estamos haciendo algo. No hacer nada de nada, ya es hacer algo, ¿no es cierto?
-Estoy soñando... .
-¿Con qué sueñas?
-Con caballos...
-¿Y con qué más?
-Sueño con caballos... y nada más.
-Te gustan los caballos.
-Sí, me gustan los caballos...
Al lado, Georges nos miraba. Me di cuenta de que estaba hablando sólo con André. Ya había avanzado un poco con él. Podía cambiar de interlocutor para no acosar a André, para no cansarlo.
-Y tú, Georges, ¿con qué sueñas?
-Con el cine.
-¿Sueñas con ser actor?
-Quiero ser director.
-Genial. ¿Quieres ser director de cine? A lo mejor podríamos rodar una escena y mostrársela a las chicas.
-Sí, por qué no.
Hablo mucho, mi trabajo así lo exige. Ellos, en cambio, eran decididamente más sintéticos. Cogí un trozo de madera que había en el suelo e hice como si tuviera una cámara en la mano.
-Mira, George, tengo una cámara. Puedo filmar todo lo que quiera. Fíjate: estoy filmando tu pie, tu nariz; me alejo y os puedo filmar a todos juntos. Eso es. Ahora te paso la cámara. Te toca a ti filmar. ¿Qué vas a escoger?
Georges me quitó la falsa cámara de las manos y empezó a filmar a su libre albedrío. Le pedí que nos dijera lo que teníamos que hacer. Se conducía como un verdadero director, y André aceptó ser el protagonista. Pasada la media hora, los dos querían mostrar a las chicas la nada que habían hecho.
Annick nos llamó y nos dijo:
-Nosotras también hemos hecho algunas nadas que queremos mostraros. ¿Quién empieza?
André, el protagonista de la película de Georges, estaba encantado y pidió ser el primero. De acuerdo.
-¡Georges, te toca! ¡Venga, muéstrales cómo no hemos hecho nada!
Georges se echó en el suelo: estaba durmiendo. En su sueño mostraba la cámara y daba indicaciones a André sobre su papel: correr, repetir una toma, dar la mano a sus compañeros. Acercó la cámara, hizo planos cortos, médium shots; retrocedió y nos mandó sonreír, sentarnos, caminar.
¡Hablaba con autoridad, como debe hacerlo un verdadero cineasta! Encantados, los demás chicos interpretaban sus papeles.
Me pareció una idea excelente, y Annick propuso a los demás que cogieran la cámara a su vez y filmaran. Habíamos comprendido el enorme poder movilizador de aquel juego. El principio era simple: al coger una cámara, real o ficticia, el individuo se convertía en el protagonista de una acción; un sujeto activo y no un*objeto. Coger una cámara, aunque fuera ficticia, significaba tomar la decisión, elegir qué filmar. Aunque decidiéramos filmar nada. Aunque fuera un sueño. Empuñar la cámara -¡que para nosotros funcionaba!- obligaba al que la cogía a hacer; a buscar el ángulo, la imagen.
Annick había dicho: «¡Mostrad la nadal». Para mostrar esa nada había que hacer algo. Había que negar la nada. Esa exigencia se realizaba en el acto de coger la cámara.
Cada adolescente utilizó la cámara según su personalidad, su individualidad: a la hora de filmar, cada uno lo hacía de manera diferente.
Mientras que al principio yo no percibía sus diferencias, ahora me saltaban a la vista. Mi primera impresión había sido: «Son todos discapacitados psíquicos». Son todos iguales.
Con el rodaje, cada uno mostraba mejor quién era, los matices de su personalidad. Ciertamente, eran discapacitados, pero no estaban locos.
Cada uno me impresionó a su manera. Sobre todo Georges: quería ser cineasta y había tenido la excelente idea de jugar con la cámara.
Acabada la sesión, Annick y yo nos marchamos juntos.
En el coche, le confesé mi asombro: había conseguido ver a seres humanos ahí donde antes sólo veía un grupo de discapacitados psíquicos.
-¿Sabes, Annick?, lo que más me ha impresionado ha sido ver que son inteligentes y que hasta pueden ser buenos cámaras. Sobre todo Georges, tan inteligente, tan creativo: no tenía ninguna pinta de deficiente.
-¡Claro que no! -me dijo Annick riendo-, ¡él es mi ayudante!
Había olvidado que había una persona en prácticas.
Como me gusta aprender de mis fracasos y no sólo de mis victorias, empecé a reflexionar: ¿por qué ese olvido? Me había dicho a mí mismo: «Voy a trabajar con discapacitados psíquicos» y había empezado a prepararme para dialogar con deficientes, para ver deficientes por todas partes. Desde el momento en que había puesto el pie en el hospital, toda las personas con que me encontraba eran para mí deficientes potenciales. Hasta el director, un hombre atento, escapó por poco a esa categorización, ya que tenía más de cuarenta años y yo sabía que el hospital sólo aceptaba a pacientes de veinte años de edad o menos. Sin embargo, varios profesores más jóvenes me parecieron un poco extraños., lúgubres... locos.
Considerar a todas esas personas como deficientes mentales no resultaba demasiado difícil: ¿no tenemos todos pequeños tics nerviosos, una mirada diferente, una manera de andar un poco anormal? ¿No es así? Fijémonos, por ejemplo, en usted y yo: nosotros, amable lector, no somos normales...
¿Quién es normal? El mecanismo es simple: desde el momento en que se me dijo que eran «portadores de deficiencias » los consideré como tales. Cualquier persona que me hubieran presentado habría sido acogida con la misma amabilidad, la misma compasión... y la misma distancia: ¡ojo, no quiero que nos confundan! ¡Yo soy normal, ¿eh?!
A partir de aquel incidente, empecé a observar el comportamiento de los enfermeros con los adolescentes y me di cuenta de que ellos sabían quién estaba enfermo y quién no. Valiéndose de ese saber, trataban a los enfermos con energía y determinación. Estaban acostumbrados a tratar a los enfermos así. Como si cada uno de ellos llevara una etiqueta en la frente: «Tenemos todos la misma enfermedad»- Como en una cárcel, donde todos los presos son presos y da igual el crimen que hayan cometido para encontrarse allí; todos iguales, sin nombre, sólo un número.
Supongamos que, como a Georges, me hubieran considerado como un enfermo. ¿Cuánto tiempo habría podido resistir? Si la imagen que se me devuelve es la de un loco, si con palabras y miradas se me dice que estoy loco, ¿cómo puedo convencerme de que no es cierto? Lejos de mí la idea de insinuar que los adolescentes se habían puesto enfermos por haber estado sometidos a las miradas de los enfermeros. En ningún caso. Muchos tenían familias. En esas familias había padres alcohólicos, miseria, vivían en barrios inmundos donde circulaba la droga, sufrían agresiones físicas, corporales, promiscuidad, y toda la serie habitual de infortunios que conlleva la pobreza: no fue una mirada así o asá lo que provocó que llegaran a ese estado.
Pero no por ello me impresionó menos la mirada de los enfermeros.
¿Por qué? Porque yo mismo había mirado a esos jóvenes con la mirada piadosa de quien dice: «¡Estás loco! Pobre de ti... Qué desgracia... Pero por favor: no te acerques...».

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