jueves, 28 de febrero de 2013

19th nervous breakdown



El edificio donde nos atienden es moderno, tiene menos de diez años. Está al lado del edificio antiguo, modernista, que es visitado a diario por los turistas. La sala donde espero para ser admitido es amplia y luminosa, más aséptica que acogedora. "Hay una máquina de cafés y otra de bebidas" me indica el segurata, advirtiendo al mismo tiempo que éstas "son para las visitas, no para los internos".

Cuando llega la hora de las visitas, una cancerbera vestida de blanco y con ligero acento del este me admite hacia la parte interior. "Traigo una bolsa con ropa" anuncio al tiempo que muestro el equipaje. La registra con minuciosidad, bolsillos incluidos. Una de las piezas que traigo lleva un cordel para ajustarlo en la cintura. "Esto no puede entrarlo" señala, y añade una coletilla "y claro, si lo cortamos la pieza perdería..". Antes de abrir la segunda cancela, en un espacio con taquillas para dejar todo lo innecesario o no permitido, añade un recordatorio: "pueden darles tabaco, pero no encendedor; pantalones pero no cinturones; nada de comida ni de bebidas".

Al fin penetro en la zona de encuentro, una sala de visitas interior, luminosa y con salida a un pequeño patio con ceniceros. Mientras espero, recuerdo la única cárcel que he visitado por dentro (la Modelo de Barcelona). Esto es mucho más agradable. Pero el procedimiento de exclusión dentro-fuera es el mismo, una institución total en toda regla. Las cárceles se han considerado 'universidades del crimen' y las que pretenden lo opuesto, las que obtienen mejores resultados de reinserción, tratan a los presos "como personas dentro de una comunidad, se les da confianza y responsabilidades”. ¿Es quizá un secreto que las experiencias que mejores resultados consiguen en psiquiatría, rehuyen el modelo de la institución total?

Llega la persona a la que he venido a visitar, mi hijo. Se le ve tranquilo -lo cual me tranquiliza- y con el sopor característico de haber reemprendido la toma de neurolépticos (Olanzapina, me aclara enseguida). Le comento que al día siguiente hablaré con la psiquiatra que ahora lo lleva; quiere mi consentimiento para cambiar la medicación a clozapina. Por una parte esto no me sorprende: lleva ocho años probando (y abandonando) medicaciones sin que ninguna haya conseguido erradicar delirios, es normal recurrir a un recurso de reserva. Por otra, me resulta chocante que al paciente que no está legalmente incapacitado y que voluntariamente ha acudido a solicitar ayuda médica, no se le considere capaz de tomar decisiones que afectarán a su vida.

Al día siguiente, en la entrevista, la psiquiatra no parece interesada en saber nada que no esté en la ficha que le han pasado desde el primer hospital donde mi hijo fue tratado por primera vez. Parece no estar al corriente del último ingreso, en una unidad de subagudos al norte de Barcelona. En lo que sí está claramente interesada es en que yo firme una autorización para iniciar el tratamiento con clozapina. El tema ya lo he meditando, intentando hacer un balance de pros y contras, y vengo dispuesto a firmar. Hago algunos comentarios sobre los posibles efectos adversos listados en la hoja de consentimiento (que por otra parte conozco, se trata de información fácil de encontrar en la web, por ejemplo aquí o aquí). Esa doctora minimiza los riesgos clínicos con soltura, como lo haría un buen vendedor. Cuando al rato firmo tal como venía dispuesto a hacer, tengo la extraña sensación de estar haciendo un pacto con el diablo.

Luego, mientras bajamos a la sala de entrada, me pregunta si alguna vez se le han aplicado 'electroshocks' (usa esta palabra precisamente). Le contesto lo más educadamente que puedo, pero de forma rotunda, que me opongo terminantemente a esa clase de 'terapias'. Me aclara que de todos modos "no son muy efectivas en esos casos".
Un amigo, psicólogo clínico ahora jubilado, me había comentado que cuando él hizo sus prácticas -en esta misma institución- se aplicaban shocks insulínicos y la terapia electro convulsiva estaba a la orden del día. Pienso que las prácticas más denigrantes también pueden llevarse a cabo en un entorno radiante.

 19th nervous breakdown fue un éxito de los Rolling Stones en 1966.
La imagen que encabeza el post es de Max Pedrazzi



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