Cuando finaliza el siglo XIX, Europa y el resto del mundo han cambiado enormemente. La aristocracia tradicional ha perdido su primacía y los propietarios de las cada vez mayores industrias incrementan su poder. Hábitos y modos de hacer se transforman. Una proporción cada vez mayor de la población se concentra en las ciudades y la noche se ilumina con luz del gas producido en fábricas. El tejido se fabrica industrialmente y se le añade un colorido anteriormente reservado a los más poderosos. Al principio del siglo XIX los ejércitos adoptaron el sable como arma de la caballería, al acabar el siglo se usan armas de fuego automáticas. La humanidad ha padecido la primera guerra en causar más de un millón de muertos. Los conflictos sociales y de clase adquieren forma y peso: aparecen nuevos enfoques teóricos y nuevas formas de organización.
La transformación de algunas materias naturales en utensilios más o menos complicados forma parte del comportamiento característico de la especie humana. Y la industrialización puede considerarse como una prolongación -exagerada, si se quiere- de la producción artesana. Pero la industria química es algo nuevo. Cual moderno Prometeo, crea substancias nuevas -inexistentes en la naturaleza-, con las propiedades deseadas para un fin particular. Eso es exactamente lo que en 1910 hará Ehrlich en el ensayo nº 606 con el que, finalmente, conseguirá su propósito (y será el primer antibiótico sintético).
A finales del siglo XIX se había logrado producir, a partir de la celulosa vegetal, un producto con propiedaes nuevas: el celuloide. En 1907 Leo Baekeland sintetiza el primer plástico: la bakelita (en los mercados de antiguallas todavía se encuentran interruptores de bakelita). La industria química abría un nuevo campo, el de los materiales sintéticos, eso tan común hoy en día que el producto natural ha devenido raro. En 1929 Eduard Tschunker y Bock Walter conseguirían el primer caucho sintético utilizable en sunstitución del natural, el butadieno-estireno o 'buna'. En 1933, Reginald Gibson y Eric Fawcett sintetizarían el polietileno (principal componente del futuro gran basurero del pacífico).
Al principio del siglo XIX la farmacopea era la misma que cien años antes, pero al acabar el siglo algunas cosas han cambiado. Desde los inicios del siglo se extraen los principios activos de algunas plantas. Pero, además, la ciencia química avanza veloz. En 1828, Johann Buchner logra aislar el principio activo de la corteza de sauce, al que llama salicina. Ese mismo año, Wöhler logra por primera vez la síntesis de sustancias orgánicas (oxalato amónico y urea), algo considerado imposible hasta ese momento. En 1853 Charles Frédéric Gerhardt sintetiza el ácido acetil salicílico (la 'salicina') y en 1897 Felix Hoffmann, de la Bayer, logra hacerlo con gran pureza; dos años después se comercializa la Aspirina (en 2008 se estimó que el consumo mundial es de unos cien millones de comprimidos diarios). Unos años antes la misma empresa había iniciado la fabricación y comercialización del primer medicamento sintético, el analgésico acetofenidina, precedente del futuro paracetamol.
Siguiendo el paralelismo con el mito de Prometeo la química, además de traer grandes beneficios, libera los males anteriormente encerrados en una caja. "Sedare dolorem opus divinum est". En la guerra de secesión norteamericana (1861-1865) se usó, por primera vez de modo amplio, el uso de opiáceos para las heridas de guerra: y apareció la primera generación de junkies. No de personas que huyen de una vida que les parece insoportable, ni de refinados poetas experimentando nuevas sensaciones, sino de personas a quienes se había aplicado con fines terapéuticos el opio o sus derivados y se habían quedado enganchados. A finales del siglo XIX la naciente industría farmacéutica separaba componentes del opio y los vendía alegremente. Cocaína para el dolor de muelas. Heroína para aliviar a los niños la irritación producida por la tos. La legislación protectora del usuario avanza lentamente, siempre a remolque de las grandes desgracias.
A principios del siglo XX, en Europa y en USA la esperanza de vida de los ciudadanos se había incrementado a raíz de las medidas higiénicas que se popularizaban. No fué fácil convencer a los médicos de que se lavaran la manos, pero poco a poco se difundió la práctica. No obstante, una simple neumonía equivalía a una sentencia de muerte. En 1918 la pandemia de gripe llamada 'española' causó más muertes que las batallas de la I Guerra Mundial.
Los colorantes no solo se utilizaban para teñir géneros textiles, se había observado que la tinción de tejidos orgánicos permite distinguir diferentes tipos de células (todavía decimos bacterias Gram positivas de aquellas que adquieren un color morado con la tinción de Gram). A Gerhard Domagk, trabajando para la Bayer, hacia 1930 se le ocurrió que, de la misma manera, un colorante podría fijarse selectivamente a las células dañinas y desactivarlas de algún modo. Descubrió que el colorante Prontosil hacía precisamente esto en muchas infecciones por estreptococos. Resultó que el colorante no era propiamente un antibiótico, pero uno de los productos de su metabolismo en el cuerpo, la sulfanilamida, sí. Nacía el primer antibiótico artificial de amplio espectro, y pronto seguirían algunos derivados. Muchos miles de personas les deben la vida.
En 1937 S.E. Massengill Company, fabricante de productos farmacéuticos, creó una preparación de sulfanilamida en forma de elixir. Utilizó como excipiente dietilenglicol (el anticongelante más usado en automoción). Por lo menos 100 personas murieron intoxicadas. Y otra vez, después del desastre, aparecieron leyes regulando algunos aspectos de la industria farmacéutica.
Desde antiguo y en diferentes culturas se había observado que aplicando productos naturales enmohecidos a las heridas se evitaban complicaciones y gangrenas. En 1928 Alexander Fleming investigó de modo sistemático posibles antibióticos naturales. Con la ayuda del azar descubrió que un cultivo del hongo Penicillium Notatum difundía una substancia que mataba las baterias del género Staphylococcus. En pocos años se consiguió aíslar el producto y se encontraron otras variedades de Penicillium que producían más cantidad de esta substancia, la penicilina, así como maneras de modificarla químicamente para conseguir derivados más activos. En 1940 una dosis de penicilina tenía un costo prohibitivo para la mayoría de personas, en 1943 ya costaba 20$ y en 1946 ya solo costaba 0,55$ por dosis (aprox. el salario por hora de un empleado). Es imposible calcular el número de personas que salvaron la vida gracias a este antibiótico (entre otros, a mi abuelo materno).
El campo de los productos que matan o inhiben la reproducción de gérmenes estaba en efervescencia. En 1944, Selman Abraham Waksman, un biólogo norteamericano, puso en marcha un programa de investigación con el objeto de aislar este tipo de sustancias (y da vida a la palabra 'antibiótico'). Aparecen muchos nuevos productos: Estreptomicina (1944), Cloramfenicol (1947), Neomicina (1949), Tetraciclina (1953), etc. Es la década dorada de la industria farmacéutica.
Además de una época de bonanza para la salud, es una época de auge económico para la industria farmacéutica. Se fomenta el uso de antibióticos para todo. En el engorde de ganado se convierten en un producto standard como 'preventivo' de infecciones. De muchos patógenos van apareciendo cepas resistentes a los antibióticos del momento pero también aparecen nuevos derivados de los antibióticos conocidos y, también, algunos totalmente nuevos.
Con la ya clásica alianza del azar y del tesón investigador aparecen nuevos medicamentos, como lo clorpromazina. Gracias a la confianza ganada por sus fármacos efectivos, a la industria no le resulta dificil introducir nuevos productos. Estamos en la época de 'pastillas para todo'. Y en 1958 la empresa Grünenthal pone a la venta un calmante para las náuseas del embarazo, la Talidomida. Se descubrió a posteriori que la molécula de este fármaco podía adoptar dos formas, dos enantiómeros (los mismos átomos, enlazados de la misma manera, pero con distinta disposición en el espacio). La una actuaba exactamente como decían los prospectos. La otra no. Miles de bebés nacieron en todo el mundo con severas malformaciones irreversibles. (En algunos países no se autorizó su venta. En USA se salvaron gracias a la firmeza y rectitud profesional de Frances Oldham Kelsey, farmácologa de la FDA que, a pesar de las presiones, se negó a otorgar la autorización).
Ese fue un auténtico terremoto, no porque hubiera más afectados que por otros desastres sino porque sus resultados estaban a la vista y horrorizaban al público general. Cambiaron muchas cosas, pero no todos los cambios se dieron en la dirección del interés de los ciudadanos.
[próxima entrega: la toma del poder]